El tráfico en la Roma antigua

En el año 45 aC Julio César prohibió la conducción diurna en el centro de Roma y ya por aquel entonces habría habido quien protestara contra tal medida. Alguien como el joven fanfarrón, que con su carro baje a toda velocidad la Via Flaminia para impresionar a su chica, y que menciona Juvenal en su primera sátira. Hacer correr los caballos a toda pastilla le estaba permitido, siempre y cuando entre el alba y la décima hora (alrededor de las cinco de la tarde) lo hiciera fuera de la ciudad. Pero a César poco le importarían las carreras de carros; los problemas del tráfico en Roma se presentaban más graves.

La única edición que se conserva de la Lex Iulia municipalis se halla en un museo de Nápoles. Dice: “En las calles, cuyo trayecto esté trazado o se vaya a trazar en la ciudad de Roma dentro de la construcción cerrada, está prohibido pasadas las Calendas [principio de mes] de enero conducir o dejar conducir un vehículo de carga desde el alba hasta la décima hora.” En lo que sigue, se regla qué tipos de vehículos estaban exentos de la nueva normativa. Así, generales victoriosos no se veían obligados a hacer sus marchas triunfales a pie, ni se veían afectadas por la normativa los curas que participaban en actos de culto, carros que estuvieran ocupados en construcciones de interés público o la recogida de basuras.

Pero, ¿qué fue lo que provocó una ordenanza de estas características? Roma se alzaba como una Nueva York antigua a las orillas del Tíber, atrayendo gentes de todo el imperio. “Las prostitutas romanas tienen el mundo de visita.” se mofaba Marcial. El éxito de Roma tan sólo presentaba un problema: la ciudad no daba abasto. ¿Cómo podría una ciudad que rondaba el millón de habitantes crecer a sus anchas sin la tecnología necesaria para mantenerla cohesionada? El arquitecto Vitruvio detectó el problema y propuso una solución: “La majestuosidad de la ciudad y el crecimiento considerable de la población exigen una ampliación extrema del espacio destinado a la vivienda. Las circunstancias tan solo ofrecen como solución el crecimiento de los edificios en su altura.” Unos cien años más tarde Arístides calculó que si todos los edificios de la ciudad contaran tan solo con una planta, la ciudad se extendería hasta el Adriático. Normales empezaron a ser las insulae de seis o siete pisos. Puesto que el ahorro de espacio era considerado vital, se limitó el grosor de muros portadores a medio metro, un número demasiado exiguo para un edificio de seis plantas. Los derrumbes se producían con una frecuencia casi diaria, por lo que Augusto limitó la altura de los edificios frontales a unos veintiún metros, aunque sin limitar la altura de los edificios traseros.

Aún así, la falta de viviendas siguió siendo un problema. Por un apartamento sencillo podían llegarse a pagar dos mil sestercios al año, cuatro veces más de lo que costarían en el resto de Italia. Dos mil sestercios valían en Roma un esclavo o dos mil litros de vino. Una túnica valía unos quince sestercios. Un legionario ganaba alrededor de novecientos sestercios al año, aunque con la vivienda pagada. Marcial, antes de convertirse en un exitoso autor, vivía en el piso de una insula situada en la calle Ad Pirum, en el lado oeste del Quirinal. La casa de enfrente estaba tan cerca que Marcial podía tocar con las manos a su vecino Novius. Casos como éste no eran excepcionales, pues donde el suelo es tan valioso para construir habitáculos queda poco espacio para calles. Únicamente las más anchas medían seis metros. El mínimo estaba fijado en 2,90 metros, para dejar sitio a los balcones. En estas callejuelas el tráfico de carros se hacía complicado, y los pasantes difícilmente llegarían a ver un trozo de cielo desde los abismos entre las casas. En este laberinto de callejuelas se movía una muchedumbre de pasantes que hacían del salir a la calle una experiencia agotadora y opresiva (en el sentido físico de la palabra). El que algunos comerciantes extendieran su mercancía y ofrecieran sus servicios en las ya de por sí estrechas calles no mejoraba la situación.

Como es de imaginar, no pocos accidentes ocurrían bajo estas pésimas condiciones. Por boca del jurista Alfeno nos llega lo que probablemente sea el primer accidente de tráfico procesado jurídicamente. Según los datos, se trataría de dos carros que estaban subiendo la vía al Capitolio, cuando el primero cedió por el peso, arrolló al carro que lo seguía por detrás, que a su vez atropelló y acabó con la vida de un esclavo. Es de imaginar que abastecer la ciudad en estas condiciones debió ser algo extremadamente complicado. Un problema menor representaba el abastecimiento de agua. Catorce acueductos hacían llegar a la metrópolis unos mil millones de litros de agua fresca al día. ¿Pero cómo se haría llegar el farro para el puls (estas gachas eran el alimento principal del ciudadano medio) a la ciudad? ¿O el garum (una salsa a base de pescado fermentado)? Ya entre estos dos productos la cuantía del consumo podía llegar a unas cien mil toneladas al año en Roma.

Existen varios ejemplos de intentos por la regulación del tráfico en la antigüedad. En Timgad se cruzaban dos calles, que, con 12 metros de ancho, superan en tamaño a cualquier vía romana. El uso que se hizo de estas dos vías era intenso. Las abundantes marcas que dejaron los carros hacen que podamos suponer que las demás vías eran poco transitadas. Se refuerza esta suposición con el uso de piedras de diferentes colores: piedra caliza azul para las calles de tránsito de vehículos, y piedra arenosa blanca para las peatonales, como lo describe la historiadora Christiane Kunst en su libro “Leben und Wohnen in der antiken Stadt”. También en Pompeya se implementaron medidas de regulación, como calles de un sólo sentido u obstáculos que evitaban o dificultaban el tránsito. Mas en Roma todo esto no pareció ayudar. Y el precio lo pagaban los ciudadanos. Carros cuyas ruedas revestidas de hierro cojeaban sobre las piedras a altas horas de la noche dificultaban el sueño de los residentes. A pesar de ello, la Lex Iulia municipalis se mantuvo hasta que, alrededor del siglo III dC, el emperador y los altos cargos reclamaron el derecho de pasearse también de día por las vías romanas, para demostrar su poderío. Al fin y al cabo, ¿de qué servirá tener un carro caro guardado en el garaje si uno no puede pavonearse con él?

Artículo: Fahrverbot im alten Rom, por Andreas Austilat para Der Tagesspiegel (Adaptación)

Imágenes

Goethezeitportal, Wissensdatenbank (Consulta: 18 de diciembre de 2016). http://www.goethezeitportal.de/fileadmin/Images/wd/projekte-pool/italien/goethe_in_rom/grundwissen_antikes_rom/Plan_des_alten_Rom_Meyer05.jpg

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